Pablo "Pololo" Secrestat - El jugador del pueblo

Su historia

Freyre, martes 13 de enero de 1981. Sí, ¡martes 13! Ese día nacía el primer hijo de Leopoldo Daniel Secrestat y María Ángela Pérez. Los médicos anunciaron rápidamente que era un varón. La alegría invadió, de inmediato, los rostros y los cuerpos de los padres. Lo llamaron Pablo Daniel. Media docena de meses después, el hijo varón de Ángela y Leopoldo, comenzaría a dar señales de ser diestro para patear. Pablito dio sus primeros pasos, comenzó a descubrir el mundo y no se despegaba ni un minuto de su juguete preferido: una pelota. Pasaba horas con ella. Nada lo distraía. Sus pupilas se dilataban y su sonrisa se incrementaba cuando entraba en contacto con ella. Fue descubriendo el mundo del deporte de la mano de sus padres, quienes no se perdían ningún evento deportivo.

Estos orígenes inyectaron grandes dosis de pasión a Pablo por las actividades físicas, pero había uno que era especial para él: el futbol. Pasaba horas frente al televisor mirando goles. También escuchaba por radio todo partido que se cruzara por el dial. A los 4 años, ya jugaba en el barrio. ¡Y jugaba en serio! Detestaba perder. Mientras duraba el partido los rivales eran eso: “rivales”. Los partidos, para él, eran a ganar o morir. Así los vivía. Pablo “pololo” Secrestat era como un rebelde checheno del futbol. Para él, todo estaba permitido, excepto dejar de luchar. No le importaba la hora, el lugar ni la edad de sus rivales. El sólo quería jugar a la pelota, dejando el alma en la cancha. Regresaba a su casa tarde y exhausto, con raspones en las rodillas y muchas veces con la ropa y zapatillas rotas. Lejos de protestar por los moretones que traía en sus piernas, los exhibía como condecoraciones de batallas callejeras inolvidables y gloriosas. En esas canchas de guerreros no había árbitros. Allí sólo regía la ley de la selva. Estos verdaderos combates futbolísticos moldearon su carácter. Pablo no se amedrentaba por nada y desafiaba a cualquier rey de la pelota de cada barrio de Freyre. Pronto se convirtió en el capitán de los potreros. Daba órdenes, corría a más no poder y, algunas veces, levantó sus puños para defender su causa. Los viejitos que pasaban por su “bombonera” imaginaria, ya advertían su distintivo modo de pegarle al balón…

Se identificó desde muy pequeño con los colores de Boca Juniors. Su DNI dice “xeneise hasta las muelas”. Era fanático de la magia de Maradona, la garra incansable de Blas Armando Giunta y la elegancia deportiva del líbero Juan Simón.

Sus primeros pasos en el fútbol formal, los dio en el Baby Fútbol, de la mano del Profesor Jorge Giacomino y Alberto Medrano. Allí le dieron la camiseta número 2 por vez primera y le tatuaron esa ubicación en la cancha. El tiempo les daría la razón a sus entrenadores. Pablo era un líbero distinto. Integró el plantel de la clase 1981. Trataba el balón como ningún defensor, asistía a delanteros con pases prolijos e impecables para que Marcos Musso se convirtiera en el goleador de la liga de Baby fútbol. Pololo también hacía goles de tiro libre y penal – y pateaba los corners –. Ya en esa época, le pegaba con tres dedos y con todo el corazón. Se cansó de poner la pelota, desde los tiros de esquina, en la cabeza de algún compañero para que solamente tuvieran que empujarla contra la red.

En 1992, precisamente el 7 de noviembre, el mismo día que su mamá Ángela y su querido “profe” Jorge Giacominno cumplen años, Pablo y sus compañeros se consagraron campeones de la Liga de Baby Fútbol, tras disputar 28 partidos y jugar contra todos los equipos de la liga. Esa tarde, Freyre jugó la final en la cancha de Estrella del Sud, frente a 2 de Abril. Fue un partido áspero, difícil e inolvidable. Fue una tarde heroica de la cual el sol fue testigo. Freyre empezó perdiendo y, en el alargue, terminó dando vuelta el marcador y ganando 3 a 2. Esa tarde Pablo se graduó de líbero. Gerardo Bié, quien cubrió toda la campaña, lo bautizó con un apodo inmejorable: Pablo “la pared” Secrestat. Porque “Pololito” con tan sólo 10 años de edad, había construido una verdadera muralla china frente al arco de Diego Garitta. Cuidó su arco y a su arquero con más vehemencia que el fervor con la que un perro rottweiler protege a su amo. Cuando el árbitro marcó el final del encuentro, el público estalló. Bombos, papeles, aplausos y bombas de estruendo acompañaron la vuelta olímpica. Pablo le regaló el mejor presente a su mamá, al profe y a la gente: un trofeo bañado en esfuerzo, pasión y alegría. Desde entonces, la camiseta con el número 2 es suya. ¡Indiscutiblemente suya!

Sus compañeros relatan que cada vez que ingresaba a la cancha, les apostaba una gaseosa y les decía que patearía la pelota y la estallaría contra el travesaño. Las estadísticas indican que nunca perdió una apuesta, porque él podía programar su pie para estampar la pelota donde quisiera. Y su pie derecho nunca le falló…

Luego del Baby Fútbol, jugó en el 9 de Julio Olímpico de Freyre y deleitó al público de la zona con sus pases tendidos de cuarenta metros directos al pecho de un compañero. Poseedor de una ubicación privilegiada en el campo de juego, siempre estaba listo para arrebatarle la pelota a los delanteros rivales y transformar esa acción defensiva en una posibilidad de gol de su equipo.

Jorge Valdano, integrante del equipo campeón del mundial de fútbol celebrado en México en 1986 y actual dirigente del Real Madrid, expresó: "todo equipo que trata bien el balón, trata bien al espectador". Pablo nunca defraudó a los espectadores. Aunque su equipo perdiera, sus pinceladas nunca faltaban y esto sigue intacto en la mente de quienes lo vieron jugar.

En 1997, partió hacia Santa Fe, para vestir la camiseta de Unión de Santa Fe. En su bolso guardó: diez litros de ansiedad, un millón de expectativas, un puñado de nervios y unos cuantos kilos de angustia, por dejar el calor del hogar para ir a cumplir su sueño. Poco tardaron los técnicos en advertir que Pablo era un virtuoso. En los pasillos de Unión se rumorea que Nery Pumpido, arquero campeón del mundo en México 1986 y ex DT de Unión, solía decir que nunca había visto un defensor que tratara tan bien el balón como Pablo. Le llovieron los apodos: “Mariscal”, “Milito”, “Simón”, “Gamboa”.

Este muchacho carismático de Freyre, se inundó de amigos a lo ancho y largo de la Argentina. Porque supo sembrar amistad en todo el territorio nacional, en cada campo de juego que pisó. Jugó en canchas de tierras en las cuales no había ni un centímetro de césped y también en los mejores estadios. A él, le daba lo mismo, porque sólo quería jugar (y ganar). Los rivales de ayer, hoy lo quieren, lo admiran y lo respetan. Pololito es el arquitecto de su propia felicidad, y su principal herramienta fue –y es– la pelota. Miró, pensó, soñó y disfrutó fútbol las 24 horas de los 365 días de cada año.

Con el paso del tiempo, por diversas razones volvió a Freyre. Se calzó nuevamente la camiseta del 9 de Julio Olímpico (obviamente la número 2) y salió a despilfarrar clase y estilo futbolístico por la Liga Regional Norte. En las radios le decían: “el artista plástico del fútbol” y/o “el Cónsul de la defensa”. Daba gusto verlo jugar. Resulta difícil encasillarlo en una categoría porque era un jugador con sangre de potrero pero con el exquisito don de tratar al balón con la sutileza que merece una dama.

Solía dejar estupefactos a sus rivales y hasta a sus propios compañeros, tirando un sombrero, un caño o un taco, en el interior del área, para finalizar la acción –de memoria– con un pase extraordinario que transitaba cuarenta metros y dejaba al delantero de su equipo, cara a cara con el arquero rival. También solía entregarle la pelota a su arquero con el pecho (rodeado de rivales), o de chilena. Cada tiro libre cerca del área rival, olía a gol. Pablo agarraba la pelota, la besaba (por cábala), la acomodaba como un verdadero perfeccionista, se perfilaba, miraba con cara de enojado al arquero rival y elegía el ángulo donde colgaría la pelota. Era un glamoroso del fútbol. Direccionaba el balón como pocos. El ritmo cardíaco de los arqueros aumentaba y el sudor inundaba sus manos, porque sabían muy bien que las probabilidades de que Pololo cambiara tiro libre por gol eran enormes. Sonaba el silbato y, unos segundos después, la pelota volaba sin escala hasta besar la cara interna de la red del arco, generando una estruendosa ovación del público. La resignación de los porteros era una postal dominguera. La pegada del “jugador del pueblo” era similar a la de la Brujita Verón, ¡pero Pablo era líbero, lo que le aportaba toneladas de asombro a todos los espectadores!

Pablo disfrutó cada pirueta que hizo con la pelota. Y la gente aún hoy se lo agradece. Cada partido que jugaba era motivo de alegría para él. Abraham Lincoln expresó alguna vez: “casi todas las personas son tan felices como se deciden a serlo”. Pablo se animó a ir en búsqueda de su destino y no sólo encontró su felicidad, también la contagió a todos los que compartieron un rato con él. Querido por los humildes por su rebeldía y osadía deportivas, amado por los abuelos por su amabilidad y por los diálogos eternos que aún hoy les regala (una especie de AM ininterrumpida de anécdotas divertidas); idolatrado por los niños por su docencia futbolera repleta de historietas de color; y respetado por las personas que poseen los paladares futboleros más exigentes. Su amor por el fútbol es intenso, incondicional y eterno. No pueden vivir uno sin el otro. Se distanciaron un tiempito, pero como dos enamorados melancólicos volvieron a encontrarse, porque ambos se resisten a abandonar el vínculo maravilloso que mutuamente gestaron. El fútbol redobló su afecto para reconquistarlo y volvió a golpear su puerta hace unos años. Esta vez, le ofreció una nueva función: ser Director Técnico de las inferiores de Unión de Santa Fe. Pablo corrió al encuentro y hoy es el embajador deportivo de Freyre en la tierra donde reside el monumento a Carlos Monzón.

¡Gracias Pablo “Pololo” Secrestat por llenar de alegría tantos domingos de los freyrenses y por construir, diariamente, inclusión y futuro de muchos niños!

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