Su historia
José Daniel Martínez nació en La Para, un 16 de febrero de 1953, pero antes de ese momento de regocijo para toda su familia, ya practicaba fútbol dentro del vientre de su madre Brígida Ramona Pacheco, como pidiendo permiso para salir a jugar. Ya entre nosotros, y desde muy pequeño, acompañaba a su padre, José Daniel Martínez, a realizar tareas campestres con la pelota al pie -y si la olvidaba, pateaba cascotes imaginando que las tranqueras eran porterías-.
Respiraba fútbol. Pensaba fútbol. Soñaba fútbol. Practicaba piques cortos y zigzagueantes en la tierra arada. Se perdía en el maizal y aparecía repentinamente haciendo jueguito con la pelota sobre su cabeza. Desde niño sintió ese deporte como sinónimo de afecto, integración y compromiso. No importaba cómo, con quién o dónde, José sólo quería que no pasase el día sin tutearse con la redonda.
Fue el mejor alumno de su clase en la escuela de Colonia Anita. Se lo recuerda quedándose en el patio haciendo repiquetear el balón mientras los demás emprendían el regreso a sus hogares. Jugando al fútbol José Daniel Martínez, perdía la noción del tiempo, era su pasatiempo preferido. Jugaba con los más grandes y con los de su edad, incluso, a veces, se animaba a dar clases de fútbol a los más chicos.
Ya siendo más grandecito quiso comenzar a practicar en el Club Atlético 9 de Julio Olímpico de Freyre, pero los 15 km que separaban el campo donde él residía, del pueblo, fue un tema a resolver porque era un lapso de tiempo en el que José no podía ayudar en las labores rurales. Pero como no hay nada más gratificante que la felicidad de un hijo, el padre de José le regaló una bicicleta con la que el soñador de goles, comenzaría a recorrer los caminos rurales todos los días para concurrir a los entrenamientos, siempre que el estado del tiempo lo permitiera. Daniel, como lo llamaban todos, integró los equipos de la tercera especial, reserva y primera del Club 9 de Julio Olímpico de Freyre. Poco a poco se fue ganando un lugar en el campo de juego hasta convertirse en un jugador indispensable, no sólo por sus destrezas deportivas y su aporte al juego, sino también, por su constante buena vibra, lo que le valió el respeto y la amistad de sus compañeros. Quienes compartieron vestuario y campos de juego con él, afirman que era un tipo correcto, honesto, muy servicial y humilde –virtudes que hacían que la gente lo quisiera más allá de los resultados fugaces–. Jugaba de 5, un mediocampista incansable, corría como si tuviera un motor que alimentaba su corazón y sus piernas. Se tiraba a los pies, trababa, saltaba a cabecear, asistía con la cara interna de ambos pies a sus compañeros y empleaba el empeine derecho cuando le pegaba al arco, desde afuera de la 18. Un jugador completo y generoso, que no sabía de mezquindades. El deporte le retribuyó su entrega con muchos amigos que lo recuerdan entrañablemente, como deportista, pero principalmente como ser humano íntegro.
Su incursión en el fútbol fue extensa. Jugó hasta los 42 años, disputando torneos regionales, liga de las colonias y torneo de veteranos. Sufrió una lesión en el tendón de Aquiles que lo marginó de las canchas. Siempre recordaba y relataba su último partido, aquella tarde que sintió por última vez el perfume del césped desde adentro del campo de juego. Ese fue su último contacto con la pelota. Pero como jugador, porque la maldita lesión que sufrió, nunca pudo detener las emociones que el fútbol despertaba en su interior. El hincha que habitaba en su cuerpo no se retiró del universo deportivo. Las postales mentales, lo recuerdan agarrado al alambrado, vitoreando cánticos animosos para con su hijo Héctor, que heredó su amor por la pelota de cuero, los arcos, el césped y los goles. Para ambos, el fútbol era como una melodía que alegraba sus vidas.
José Daniel Martínez, dedicaba tiempo a su familia, teniendo como costumbre regalar golosinas a sus hijas María Verónica, Liliana y Andrea que lo esperaban ansiosas para disfrutar de los dulces y de las anécdotas de su papá vinculadas al fútbol. Era un gran contador de anécdotas. Narraba con la precisión con la que un equilibrista camina por la cuerda floja.
Fue bostero de alma. Era fan de Carlos María García Cambón, goleador histórico de Boca. El petiso, como lo apodaban fue cosechando amistades fruto de su conducta, de su forma de ver la vida y de su dedicación. Pero un día todo un pueblo lloró su partida y su ausencia. Fue un día muy triste para Freyre. Ese día el gran 5; tomó su bicicleta y marchó hacia el cielo. Allí se hospedó, y desde ese sitio guía a sus seres queridos y amigos. José llegó al cielo dejándoles, a quienes lo conocieron, una hermosa enseñanza, puesta en palabras: “Todo lo que hagas, hazlo de corazón. Juégate entero por lo que quieres y nunca pierdas la ilusión. Sonríe que la vida es corta y el tiempo es tan valioso como un balón”.